Pagar impuestos sin llorar

Durante años, pagar impuestos me dolía como una pérdida. Hasta que comprendí que era una señal de vida, de abundancia y de confianza.
Pagar impuestos sin llorar

Hubo un tiempo en que cada vez que llegaba la fecha de pagar impuestos, sentía un nudo en la garganta. Abría el portal del Servicio de Impuestos Internos y lo que veía no eran números, sino una sensación de pérdida. Me dolía entregar parte de lo que había trabajado con tanto esfuerzo, como si me estuvieran arrebatando algo mío.

Ese llanto silencioso duró años, hasta que un día algo se movió dentro de mí. Comprendí que los impuestos no eran un castigo, sino un reflejo de que estaba produciendo, de que mi negocio estaba vivo. Que ese dinero que entregaba también me pertenecía, porque volvía —a veces de manera visible, otras no tanto— en forma de infraestructura, salud, educación o seguridad para mis clientes, mis hijos, mis padres y para mí.

Ese cambio de mirada me transformó. Pagué sin llorar, con un pequeño acto de gratitud. Y la abundancia llegó para quedarse.

No hablo de abundancia como un número creciente en la cuenta corriente, sino como una sensación de confianza. Confiar en que, si podía generar ingresos, también podía ordenarlos, cuidarlos y devolver una parte. Confiar en que lo que entregaba no me restaba, sino que me habría espacio para más.

Descubrí que los impuestos esconden lecciones de vida:

  • La renta me enseñó a mirarme al espejo con honestidad. Ver lo que realmente gano, lo que gasto, lo que queda.
  • Los beneficios tributarios me recordaron que la formalidad también tiene recompensas, que hay incentivos cuando uno se atreve a hacer las cosas bien.
  • los errores frecuentes —como mezclar el dinero personal con el del negocio— me mostraron que gran parte del sufrimiento contable nace del desorden propio más que del sistema.

Hoy, cuando pago impuestos, ya no siento que pierdo. Siento que participo. Que estoy conectada con algo más grande que mi propio emprendimiento.

Entendí que el dinero no es solo para acumularlo o gastarlo, sino también para circular. Y en esa circulación, el acto de contribuir se convierte en un puente hacia la abundancia.

Pagar impuestos sin llorar fue, para mí, un aprendizaje de madurez. Una reconciliación con el dinero. Y, sobre todo, un recordatorio de que prosperar no se trata de cuánto me quedo, sino de cuánto confío en que siempre habrá más por crear.

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