La oficina como jungla

Hay gente que solo tiene un mal día. Y luego están los giles certificados: los que hacen de la arrogancia un estilo de vida.
La oficina como jungla

A veces el trabajo se parece más a un zoológico que a una empresa. Hay ruido, jerarquías invisibles y luchas de poder por quién se sienta más cerca de la ventana. En medio de todo eso, siempre aparece uno: el gil. No el que se equivoca o se enoja un día. El otro. El profesional del mal rato. El que convierte cada reunión en un campo de batalla y cada conversación en un examen de resistencia emocional.

El concepto tiene nombre: la Regla del No Gil. Suena a chiste, pero no lo es. Es una regla que ha salvado culturas enteras dentro de empresas que entendieron que el talento no compensa la toxicidad. Que un genio puede rendir menos que un equipo sano. Que una oficina sin giles produce el doble.

De los temporales a los certificados

Todos hemos sido giles alguna vez. Un mal día, poco sueño, demasiadas reuniones, el tráfico, la presión. Pero el gil certificado es otra especie. Es estructural. Es quien hace sentir pequeños a los demás como parte de su estrategia. Quien interrumpe, ridiculiza, ignora o se apropia del trabajo ajeno. En la jerarquía corporativa, los giles prosperan por una razón simple: hacia arriba son encantadores; hacia abajo, una pesadilla.

Esa dualidad los hace peligrosos. Los jefes no los ven, los clientes los toleran, pero sus compañeros pagan el precio. Y el precio es alto: agotamiento, renuncias silenciosas, productividad en picada. Las oficinas que los toleran terminan transformándose en zonas grises donde nadie quiere estar.

El costo invisible de un gil

Un gil puede costarle a una empresa millones. No porque robe plata, sino porque roba energía. Cada correo agresivo, cada mirada que humilla, cada interrupción en una reunión erosiona algo: la confianza. Y sin confianza, no hay equipo.

Los empleados que trabajan bajo giles enferman más, piden más licencias, se desconectan emocionalmente. Los más talentosos —los que sí tienen opciones— se van. Lo que queda es una oficina llena de gente resignada, con talento desperdiciado y sueños a medio apagar.

No es un tema moral, es un tema económico. Un gil es un pasivo. Uno que contamina sin parar.

El poder como virus

Estudios han demostrado algo brutal: dar poder a alguien lo vuelve más propenso a comportarse como un gil. Es como si el cerebro olvidara la empatía apenas sube de cargo. En un experimento, se reunió a grupos de estudiantes y se le dio poder a uno de ellos. ¿Resultado? Se comió la última galleta, habló más fuerte y dejó las migas sobre la mesa.

En las oficinas pasa igual. Mientras más grande la brecha entre jefe y empleado, más probable es que aparezca la arrogancia, la desconexión, el desprecio. Por eso, la Regla del No Gil también es una regla de diseño organizacional: reducir distancias, acortar brechas salariales, tratar a todos como adultos funcionales.

La tiranía del “pero es talentoso”

Pocas frases son más peligrosas que esa. “Es un imbécil, pero es talentoso.” “Tiene mal carácter, pero vende.” “Grita, pero cumple.”
Esa lógica mata empresas. Lo que en realidad significa es: “preferimos resultados a corto plazo, aunque eso destruya el equipo”.

Una cultura sana entiende que el talento no justifica la crueldad. Que un buen líder no necesita miedo para inspirar respeto. Que un trabajador que hace sentir inseguros a los demás es, por definición, incompetente.

Aplicar la Regla del No Gil significa asumir que el respeto es una habilidad esencial, no un accesorio.

La adicción a la agresión

La agresión, curiosamente, se disfraza de eficiencia. Hay jefes que creen que gritar es inspirar. Que presionar es motivar. Que la tensión constante genera resultados. Lo que en realidad genera es un ejército de empleados ansiosos, asustados y con cero creatividad.

En las reuniones, los giles ganan volumen, no argumentos. Se imponen a gritos y confunden miedo con liderazgo. Pero los buenos equipos no se construyen con terror; se construyen con incentivos, reconocimiento y confianza. Un líder que necesita humillar para ser obedecido está a un paso de la irrelevancia.

El contagio

El gilazgo se contagia. Se pega como un virus. Una oficina donde la agresión se tolera termina clonando el mismo comportamiento. De pronto, el tono general cambia: la gente interrumpe más, escucha menos, se pone a la defensiva. Y eso no se queda en el trabajo; se filtra a la casa, a los amigos, al mundo.

El autor del libro que inspiró esta regla, Robert Sutton, contaba que después de pasar mucho tiempo rodeado de giles, empezó a tratar peor a su esposa. No porque quisiera, sino porque el hábito de la hostilidad se había vuelto automático.

Evitar giles no es una estrategia laboral, es una forma de preservar la salud mental. Si no puedes escapar, reduce el contacto. Y si trabajas bajo uno, recordá esto: su miseria no es tuya.

Empresas que se curan

Las empresas que aplican la Regla del No Gil tienen algo en común: comunican. No lo esconden en un PDF de Recursos Humanos; lo ponen en la pared, lo repiten en las reuniones, lo practican.

Google lo hizo con su lema “Don’t be evil”. Algunas aerolíneas han ido más lejos: prohíben embarcar a clientes que maltratan a su personal. Porque el respeto no es solo vertical: también debe fluir hacia quienes atienden, limpian, cocinan o contestan teléfonos.

Una empresa sin giles es, en esencia, un espacio donde la gente quiere quedarse. Donde las ideas fluyen sin miedo al ridículo. Donde la productividad no depende de la adrenalina, sino del bienestar.

La competencia que mata

El mundo corporativo vive obsesionado con la competencia. Cada semana hay una guerra nueva: entre departamentos, entre equipos, entre egos. Pero el exceso de competencia interna puede destruir más que motivar.

Cuando la gente empieza a ver a sus colegas como enemigos, el trabajo se vuelve un campo minado. Lo que debería ser colaboración se convierte en sabotaje. La energía que debería ir a crear valor se desperdicia en política interna.

Las mejores empresas del mundo han aprendido a usar un lenguaje distinto: reemplazan “batalla” por “colaboración”, “ellos” por “nosotros”. No es poesía barata. Es psicología aplicada. Cuando todos sienten que están en el mismo equipo, el rendimiento sube, el estrés baja y los giles se quedan sin combustible.

El espejo

La parte más incómoda de la Regla del No Gil es esta: todos, en algún momento, somos el gil de alguien. En casa, en el trabajo, en el chat del grupo. La clave está en notarlo a tiempo.

Ser menos gil no requiere terapia corporativa, sino consciencia. Escuchar más. Dejar de responder con sarcasmo automático. Admitir errores. No trivializar la humillación ajena. Recordar que detrás del uniforme, el cargo o el título hay personas igual de agotadas que uno.

La regla no es una campaña de marketing, es un pacto. Una promesa simple: no convertir el lugar de trabajo en un infierno.

Vida sin giles

Un lugar sin giles no es utopía. Es un espacio donde el respeto deja de ser una rareza y se convierte en la norma. Donde las conversaciones no empiezan con miedo y donde el talento florece porque nadie lo pisa.

La Regla del No Gil no es solo para las empresas. Es para todo. Para relaciones, familias, comunidades, redes sociales. Porque al final, la vida —como el trabajo— es demasiado corta para pasarla rodeado de gente que drena energía.

El respeto no se mide en diplomas ni en KPIs. Se mide en cómo te hace sentir el otro cuando hablás con él. Si salís de una conversación más pequeño, probablemente hablaste con un gil.

Y si sos tú el que deja a los demás así, es hora de mirarte al espejo.

Total
0
Shares
Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *