Los generalistas cambian el mundo

En un mundo que premia la especialización temprana, son los generalistas quienes realmente transforman la historia.
Los generalistas cambian el mundo

El espejismo de la especialización temprana

En un mundo obsesionado con llegar antes, con entrenar más duro y especializarse antes de que empiecen a salir los dientes, la historia de Tiger Woods parece la confirmación de un mito moderno. Diez meses y ya con un palo de golf en la mano. Dos años y ya en la tele nacional mostrando su drive. A esa edad la mayoría apenas sabe amarrarse los zapatos, y él ya estaba ganando torneos.

La narrativa es seductora: especialízate, elige tu disciplina, practica mil veces, repite, repite, repite. El éxito sería solo cuestión de obsesión y de tiempo invertido. Pero la vida es menos lineal, menos predecible, menos maquinal. Y al mirar con lupa, surge una verdad incómoda: son los generalistas, no los especialistas, quienes a la larga marcan la diferencia.

El camino lento que lleva lejos

Roger Federer no fue Tiger. Su mamá era entrenadora de tenis y jamás lo empujó a concentrarse en ese deporte. El niño suizo probó squash, ski, lucha, skate, básquetbol, badminton y, claro, tenis. Lo hizo a su ritmo, sin presión. Su talento brillaba, pero él prefería seguir jugando con sus amigos en vez de subir de categoría. Esa amplitud, esa diversidad de estímulos, terminó fortaleciendo su coordinación, su creatividad y, más tarde, su genio absoluto en la cancha.

Ese patrón se repite. Yo-Yo Ma, el virtuoso del cello, primero probó violín y piano. Los rechazó, porque no eran su instrumento. Solo al tercer intento encontró el que lo acompañaría toda la vida. Van Gogh intentó predicar, vender libros, enseñar… fracasó en todo, hasta que pintó. La lección es clara: probar, errar, cambiar de carril, a veces es el único camino para llegar a lo propio.

Experiencia no siempre significa sabiduría

Daniel Kahneman y Gary Klein lo demostraron con datos: en ciertos campos la experiencia vale oro. Un bombero veterano reconoce un patrón en las llamas en segundos y salva vidas. Pero en otros, como en la selección de reclutas para el ejército israelí, la experiencia no mejora en nada la capacidad de predecir el desempeño. A veces, más horas no equivalen a más sabiduría, sino a más ceguera.

La diferencia está en el tipo de problema. En entornos con reglas claras y patrones repetidos, la especialización funciona. En el caos nebuloso de la vida real, en cambio, se necesita flexibilidad, mirada amplia, conexiones inesperadas. Es ahí donde un generalista tiene ventaja.

El mundo moderno exige amplitud

El psicólogo James Flynn documentó que el IQ promedio sube cada década. ¿La razón? Vivimos expuestos a más abstracción, más conceptos, más cruces de información. El ejemplo de Alexander Luria en la Unión Soviética de los años treinta es brutal: campesinos premodernos eran incapaces de agrupar lanas por color porque para ellos cada pieza era única, mientras que los aldeanos modernizados ya podían pensar en términos abstractos.

Hoy interpretamos un ícono de descarga en segundos. Pensamos en probabilidades, en algoritmos, en metáforas visuales. Nuestra mente está entrenada para lo abstracto. El problema es que seguimos educando para la memorización estrecha, en vez de fomentar conexiones amplias.

El costo de lo fácil

Un estudio en la Academia de la Fuerza Aérea de EE. UU. reveló un fenómeno contraintuitivo: los profesores que recibían mejores evaluaciones y cuyas clases eran más “agradables” en realidad perjudicaban a sus alumnos en el largo plazo. Los docentes más exigentes, los que sembraban frustración, terminaban dejando una base sólida que mejoraba el rendimiento en cursos posteriores.

Lo mismo pasa con el aprendizaje en general. Espaciar los repasos, forzar la memoria, practicar después de un tiempo: todo eso incomoda, pero graba más hondo. La dificultad deseable, como la llaman los psicólogos, es lo que realmente produce cambios duraderos.

Especialistas que no ayudan

En medicina, la hiperespecialización puede incluso matar. Los cardiólogos insertan stents de manera casi automática, incluso cuando no conviene. Un estudio de Harvard demostró que los pacientes tenían más probabilidades de sobrevivir cuando los cardiólogos estrella estaban fuera de la ciudad en congresos. La rutina, la visión de túnel, los llevaba a tomar decisiones equivocadas.

La misma trampa se da en las inversiones. Los analistas de private equity, al enfocarse en exceso en un proyecto, inflaban sus estimaciones de retorno hasta en un 50%. Solo al comparar con otros proyectos más lejanos podían corregir su sesgo. Mirar desde afuera, desde la amplitud, ofrece una perspectiva más real.

La lección de los cómics

Un estudio sobre la industria del cómic mostró que la experiencia acumulada en un solo género no garantizaba éxito. Lo que realmente potenciaba a un creador era la diversidad: haber trabajado en distintos géneros, desde la fantasía hasta la comedia, desde el crimen hasta la no ficción.

En 3M, la innovación venía de los polymaths: inventores que tenían un área fuerte, pero que además cultivaban múltiples intereses y lograban aplicar lo aprendido en un campo a otro. Lo mismo descubrió Robert Root Bernstein: los premios Nobel son 22 veces más propensos a ser actores amateurs, músicos, bailarines o magos que los científicos comunes. La amplitud alimenta la genialidad.

Expertos versus curiosos

El politólogo Philip Tetlock lo probó: 284 expertos hicieron predicciones durante 20 años y fracasaron espectacularmente. Los más mediáticos eran, de hecho, los menos certeros. ¿La explicación? Su enfoque era demasiado estrecho, demasiado dogmático.

Los buenos pronosticadores no son los que más saben, sino los que más dudan. Los que practican la “curiosidad científica”: la disposición a cuestionar, a revisar creencias, a jugar con la evidencia aunque incomode. Esa actitud, más que cualquier título, es lo que permite pensar mejor.

El poder de equivocarse mucho

Thomas Edison tuvo más de mil patentes, muchas de ellas fracasos. Pero entre esos fracasos estaba la ampolleta. El investigador Dean Keith Simonton lo resumió: cuantas más cosas produces, más basura generas, pero también más probabilidad tienes de una obra maestra.

El éxito es hijo de la cantidad, del atreverse a probar, de recorrer caminos desordenados. Generalizar es arriesgarse a perder tiempo, a fallar, a desviarse. Pero es también abrir la puerta a conexiones que nadie más ve.

Un llamado a contratar raros

Las empresas buscan perfiles exactos, listas de requisitos que encajan como piezas de Lego. Y al hacerlo, se pierden de talentos con experiencias laterales, con trayectorias zigzagueantes, con amplitud. Ese capital humano, lejos de ser un desperdicio, es lo que más falta hace.

El futuro no será de los Tiger que se especializan desde la cuna, sino de los Roger que prueban, juegan, cambian y, en el proceso, descubren su manera única de brillar.

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