El golpe fue brutal.
Un automático instinto hizo que, de manera providencial, tuviera tiempo suficiente para escapar hacia un lugar adyacente, donde pudo al fin ponerse a resguardo. El ataque fue tan veloz y repentino, que ni siquiera toda la experiencia adquirida en los últimos tres años sirvió de algo para advertir el fulminante instante de ira del que había sido objeto.
La víctima, aún atónita por la emboscada, trató de recordar, poco a poco, los detalles anteriores al suceso que ahora lo tenían malherido, con un profundo corte en la cabeza y con un seguro par de huesos rotos.
Recapituló como pudo y recordó que, al momento del golpe, se encontraba en la Universidad.
El ya débil sol de la tarde comenzaba su diaria retirada, y junto con otros colegas se había reunido a comer algo en el centro del patio principal. Aquel un lugar espacioso, donde abundaban grandes y verdes jardines, adornados con imponentes y antiguas fuentes de agua, estatuas silenciosas y hermosos naranjos los cuales, debido a la época del año, se encontraban cargados de sus jugosos frutos invernales.
Era justamente este tranquilo escenario el que transformaba toda la situación vivida en una circunstancia inesperada e inentendible, pues, si bien durante el último tiempo se hablaba entre sus pares de un aumento considerable de la violencia desatada, no se entendía cómo, a esa hora y con tanta gente cerca, no tuvo posibilidad de anteponerse y zafar de la agresión que había sufrido y que, a esa altura del día lo tenía con un gran hilo de sangre cayendo por un costado de su cabeza.
Ninguno de sus compañeros ni colegas se preocuparon por la salud del atribulado individuo, por lo cual, y mediante una cansina procesión, éste procedió a acomodarse como pudo en una esquina del ya casi vacío jardín de la Universidad.
Una vez quieto y acomodado, recordó que en más de una ocasión le advirtieron que esto podía suceder. Lejanos, pero más adecuados que nunca, le parecieron los interminables consejos que sus padres y otros adultos le dieron durante toda su vida. A pesar de todos los resguardos, nada pudo evitar la máxima que alguna vez le dijo un viejo del barrio: «La vida es un camino fastidiosamente impredecible».
De un momento a otro, el dolor se volvió insoportable.
No sin angustia se percató que la sangre no paraba de brotar por la ya insanable herida que tenía en su cabeza. También se dio cuenta que tenía algunos huesos rotos, los cuales le impedían mover sus extremidades. Esta situación, sumada a la soledad en la que estaba, hizo que, por primera vez en su vida él sintiera miedo a la muerte.
Debido al ahora incontrolable dolor, era imposible incluso emitir sonido alguno, pues el golpe había dejado una fractura de importancia en los huesos de lo que alguna vez pudo identificarse como su quijada. Esto hizo que los sentidos se anularan y fueran inutilizados gran parte de sus músculos. Como no podía comunicarse de ninguna manera, ninguna de las pocas personas que aún deambulaban por el lugar pudo percatarse de lo grave de la situación.
Poco a poco se fueron apagando las luminarias de aquellos hermosos jardines, por lo que la oscuridad comenzó a adueñarse del entorno.
—Sin duda, este es mi fin —pensó.
Solo y abandonado, comenzó a recordar los hasta hace poco, buenos momentos de su vida. Recordó su tranquila infancia la cual se desarrolló en el mismo barrio donde habían crecido él y toda su familia. Aún era joven, por lo que su vitalidad, hasta antes del ataque, estaba en su esplendor. Se ganaba la vida de manera sencilla, como todos los de su edad. Aún no tenía familia, por lo que sus mayores preocupaciones eran el salir a ganarse el pan de cada día, para después rondar por donde vivían las chicas del lugar.
Pero ahora todo terminaba.
El dolor tenía su cuerpo paralizado, su lengua solo podía sentir aquel extraño sabor de la sangre propia inundando todo el cuerpo. En eso y como un último favor del destino, apareció una persona que frecuentaba el lugar, pues trabajaba ahí haciendo las labores del aseo diario.
—… pero ¿cómo es posible esto? … ¿Nadie ha sido capaz de ayudarte hasta ahora? —… pero ¿cómo nadie te ha visto? … este mundo está cada día peor… —… Tienes suerte que apareciera… Deja buscar ayuda para poder sacarte de acá…
Ya casi inconsciente, solo pudo agradecer con la mirada, que también poco a poco comenzaba a teñirse de rojo.
Otra vez el silencio.
De pronto, se escuchó un ruido entre los árboles del jardín, un sonido de hojas deslizándose sobre un cuerpo silencioso y tremendo. Era el ruido de la muerte.
Él había escuchado que, en las noches oscuras como esa, no era bueno estar fuera de casa, pues aquellos monstruos acechaban de manera silente e implacable. La ráfaga de luz de un auto que a lo lejos pasaba, reveló la naturaleza de una criatura horrorosa, la cual lentamente se acercaba, con la mirada de la muerte en sus ojos fulgorosos de devoración.
Lamentablemente, la ayuda del dependiente de aseo no llegó a tiempo.
Resignado a su seguro final, recordó toda su corta vida, una vida que ahora y de manera rápida se comenzaba a desvanecer.
Cuando aquel monstruo estaba ya a un centímetro de su cara, y en un instante de lucidez final, pudo recordar que aquel mismo ingente ser era quien, durante el ocaso de aquella tarde, le había propinado aquel sanguinario, veloz y fatal golpe.
No había duda alguna: todo había sido consumado.
Antes del ataque final de aquel demonio de la oscuridad, este acercó su maligno rostro lo suficiente para que el condenado pudiera ver su reflejo por última vez en esos tremendos y convexos espejos que eran sus enormes ojos. Al verse a sí mismo con la cabeza ensangrentada, sus músculos paralizados por el miedo y su cuerpo entumecido por el dolor, no pudo más que entregarse a su único e inevitable final.
—Qué asco, mi amor, siempre es lo mismo en esta mierda de Universidad— se quejó la mujer.
—¿Qué pasa, amor? — respondió un joven y despistado novio.
—Estas palomas, son una verdadera plaga.
—¡Deberían fumigar y evitar que todos los días estos gatos del demonio dejen los restos de su cena, servidos en el patio! —