Aquel Polvo Tras de la Ventana

Juventud, deseo y un cuarto barato en el centro viejo.
Aquel Polvo Tras de la Ventana

La impaciencia hizo que las ganas por cerrar la puerta fueran incontenibles.

Durante todo el trayecto, los amantes tuvieron largas y enconadas discusiones digitales donde los dedos de ambos recorrían desesperados las formas del otro, apretando mutuamente brazos, muslos, cinturas y torsos.

Cuando por fin la cerradura de un barato lugar hizo el trabajo de sellar aquel ansiado espacio, sus precipitadas manos no hicieron otra cosa que sacar de manera rápida y a veces torpe, cualquier indicio de vestimenta y accesorios de la excitada piel que tenían en frente. De esta manera, cada roce involuntario del proceso aumentaba el ya insoportable deseo de estar desnudos cara a cara.

Pero decidieron parar.

Dueños y esclavos de una vehemente juventud, desconocían los detalles y pormenores de una tarde tranquila, como la de aquel domingo de templado atardecer por las calles del viejo centro de la ciudad. Al contrario, hasta aquel día sus encuentros solo sabían de lugares oscuros y clandestinos donde las aventuras sucedían siempre en ambientes de penumbras decadentes y con el riesgo de ser objeto de fisgones de pésima estirpe.

Pero hoy no… hoy tenían todo el tiempo del mundo.

Comenzaba a atardecer, cuando sus delgados y trémulos cuerpos se instalaron uno frente al otro. Un tenue rayo de luz penetró los amarillentos visillos del cuarto donde se encontraban. Cuando esto sucedió, él pudo observar con detenimiento cómo, sin ningún patrón aparente, diminutas partículas de polvo danzaban en el aire para después de un momento, depositarse lenta y silenciosamente sobre los desnudos hombros de ella.

Luego de esto, él caminó de manera pausada alrededor de su compañera, mirando con agudeza y curiosidad cada esquina, recoveco, concavidad o convexidad del frágil y blanco cuerpo de la mujer.

Ella, nerviosa, trataba de tapar su entrepierna en un ejercicio de inexplicable vergüenza.

Por fin se entregaron.

Una vieja y ruidosa cama de somier de alambre, cubierta por añejas sábanas de crepé, sirvió cual pista de baile para la ansiada coreografía de piel entrelazada por la posesión mutua.

Cuando al fin llegó la noche, la luz de una pequeña luna menguante sorprendió a los dos exhaustos, rodeados de sudor, casi inconscientes, pero felices, hermosos, y perfectos.

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