The Beths nació en Auckland, Nueva Zelanda, cuando un puñado de amigos del programa de jazz de la universidad decidió hacer lo que les salía del alma: canciones de guitarras, melodías pegadas a la piel y letras que no se hacen las valientes. Elizabeth “Liz” Stokes venía de la trompeta y de la timidez; Jonathan Pearce llevaba una guitarra y una curiosidad técnica que terminaría en estudio casero; Benjamin Sinclair bajaba a tierra con bajo y ojo clínico; el primer baterista fue Ivan Luketina-Johnston, luego reemplazado por Tristan Deck. No había un plan maestro ni cálculo de mercado: había ganas de tocar en bares como Whammy Bar y, si todo salía bien, llenar 250 personas una noche de viernes.
El nombre —The Beths— es una broma que se quedó. No hay varias Beths. Hay una Elizabeth que, por economía y humor, acortó. A veces las mejores decisiones creativas nacen así: de algo pequeño, casi doméstico, que cristaliza.
Pearce montó un estudio en Karangahape Road, esa arteria bohemia que vibra con cafés, arcadas y ruido bueno. Ahí pulieron su debut y, más tarde, casi todo Expert in a Dying Field. Durante los confinamientos, el grupo aprendió a componer “en remoto”: cada uno grabando partes, volviendo a juntarse cuando se podía, probando ideas en el patio de la casa. De esa tensión entre aislamiento y ganas de volver a tocar salieron canciones como “Knees Deep”, que empezó desarmada y terminó siendo un llamado discreto a tirarse a la piscina.
Relación entre los miembros
The Beths funciona porque antes que banda fueron cofradía. Stokes y Pearce son pareja y cómplices creativos; Ben es el cronista involuntario de las giras; el baterista, la fuerza regular del pulso. La vida en carretera se parece a un matrimonio sin domingos: si un roce se agranda, todo cruje. Acá hablan los unos con los otros, cortan el problema antes de que crezca, se ríen. Tocan con un pez inflable gigante al que el público bautiza cada noche. Y, para no olvidar dónde estuvieron ni qué desayunaron, Ben lleva un diario de cafés y tostadas. Parece un chiste, pero no lo es: memoria sensorial de la gira, un álbum de estampas para cuando la mente quiera recortar.
Hay cuidado emocional. Cuando Liz se cayó anímicamente, el grupo la sostuvo. Cuando la ansiedad se disparó, probaron recursos, rutinas, pausa, conversación. De esa etapa salen canciones que piden valentía con voz de alguien que todavía tiembla. “Til My Heart Stops” suena a eso: a pedir ayuda para vivir más afuera y menos adentro de la cabeza.
Proceso creativo y forma de trabajo
Liz suele traer esqueletos de canción y el resto arma el cuerpo: armonías vocales finas, guitarras con filo correcto, ritmos que se desplazan sin perder el pulso. Hay oficio y hay juego. Escriben partes que les quedan al límite, no por exhibicionismo sino por placer: después hay que defenderlo en vivo, y esa es la adrenalina. Les gusta que el set tenga coreografía invisible: cada transición, cada respiración, cada golpe de platillo en su sitio.
El estudio de K Rd funciona como laboratorio. Pearce produce con una estética clara: claridad sin esterilidad, compresión justa, espacio para que la voz de Liz diga lo suyo sin competir con la guitarra. El grupo aprendió a confiar en el propio oído: más toma y menos truco, más arreglo y menos plugin.
La composición, para Stokes, está a medio camino entre manual y milagro. Hay mañanas en que sale; otras en que la página muerde. Después de un periodo difícil —medicación que le bajó la ansiedad, sí, pero también la chispa—, Liz y Jonathan se fueron a Los Ángeles a cambiar de aire. Estrategia simple: diez páginas a máquina cada mañana, sin filtro, para vaciar el cajón de las emociones que uno evita abrir. Noche: conciertos, comedia, cine, libros sobre escribir. Recuperar el músculo: no esperar inspiración; provocarla. En ese terreno, las canciones vuelven solas, como cuando uno deja de perseguir el sueño y este cae por su propio peso.
A veces una chispa viene de al lado. “Change in the Weather” partió de un estribillo de Pearce que Liz recogió y lanzó hacia adelante. Es una banda con espacio para que una idea cruce la sala y tome forma sin que nadie la monopolice.
Influencias e inspiraciones
La prensa los alinea con un linaje que va del power-pop clásico a cierto indie que no le teme al gancho melódico. De Fountains of Wayne a The Cars, de Superchunk a Hop Along. Pero el ADN también está en crecer escuchando a Death Cab for Cutie y Weezer, y terminar abriendo para ellos con la mezcla extraña de nervio y gratitud que eso carga. La escena local también marca: Dunedin y Auckland tienen acentos; Bressa Creeting Cake y Hans Pucket son referencias y colegas; St. Kevin’s Arcade, The Wine Cellar y Whammy Bar son aula y living.
Durante el encierro, Liz entró por fin a The Beatles con el empujón de un documental largo que parecía infinito. No hay vergüenza en llegar tarde a un clásico si te cambia algo por dentro. La curiosidad manda. Se suman también pequeñas obsesiones: una noche de stand-up de Margaret Cho o John Mulaney que te suelta una línea que luego acaba, distorsionada, en una estrofa; un show de Drive-By Truckers o Momma que deja prendido un color de guitarra; una relectura de On Writing de Stephen King para recordar que escribir es sentarse, todos los días, a perder el miedo a escribir mal.
La ciudad y la naturaleza se cuelan también. Una inundación arrasó un arroyo favorito de Liz: maderas partidas, puentes vencidos, ese paisaje que ayer era refugio y hoy es cicatriz. De ahí nace “Mosquitoes” y una imagen que se queda: la corriente ya olvidó cómo se sintió romper el mundo. La ansiedad climática se asoma en canciones que laten como sueños acelerados. Nada panfletario: observación directa, temperatura emocional.
El cine del propio grupo son sus videoclips. Hay ética DIY. Dinero justo, ideas grandes, amigos que se suman y empujan. Para “Knees Deep” terminaron haciéndose puénting desde el puente del puerto de Auckland. El plan original se cayó; apareció la locura razonable: saltar. En el video, cada uno escapa del ensayo para ir a tirarse. Liz, la más tímida, es la última. Ese segundo de vacío es una metáfora que no se subraya. Luego vuelven al ensayo y tocan mejor. A veces hay que asomarse al borde para acordarse de que estás vivo.
Temas, sensibilidad y visión existencial
En The Beths hay brillo y hay nudo en la garganta. Las melodías te sonríen; las letras te dicen la verdad, incluso cuando la verdad es “no sé qué me pasa” o “hoy no siento nada”. La ansiedad, el amor y la autoobservación son ejes: bajar la intensidad, reírte de ti a tiempo, recordar que enfrente hay alguien que también siente. Esa capacidad de retroceder medio paso antes del abismo —de no romantizar la catástrofe— es su sello. La voz de Liz es íntima sin pedir permiso y, al mismo tiempo, responsable: lo que dices de ti impacta a otros; escucha.
Expert in a Dying Field toma la ruptura como campo de estudio. Eres experta en alguien que ya no está y ese conocimiento se vuelve objeto inútil y punzante. La pregunta no es grandilocuente: ¿se puede borrar la historia? La respuesta queda abierta, como debe ser en una canción que respeta la inteligencia del que escucha. No hay lástima, hay conciencia.
Luego llega una idea que ordena una etapa entera: la línea recta era una mentira. La vida no avanza como flecha; es mantenimiento. Levantarse, regar lo que te importa, ajustar lo que se afloja, pedir ayuda cuando se rompe. La salud mental no es un proyecto con deadline; es un vínculo contigo. “No Joy” deja registro de la anhedonia sin golpe bajo. A veces no sientes nada, y nombrarlo ya es un acto de coraje. El disco que sigue —con ese título que es declaración— le habla a quienes conviven con ansiedad o depresión sin prometer soluciones mágicas. Más que optimizar, sostener. Más que arreglar, cuidar. Ese gesto, en 2025, es revolucionario a su manera.
Futuro y comunidad
Lo más interesante de The Beths es cómo miran adelante sin negar lo que duele. Se quedan en Auckland porque ahí están su gente, sus bares, su acento. La escena es un ecosistema que los alimenta y que ellos alimentan de vuelta: tocar, producir, colaborar, prestar el estudio, abrir espacios. El futuro no es un cambio de ciudad ni una mudanza con contrato; es seguir haciendo canciones que invitan a vivir un poco más afuera de la pantalla, a hacer fila por un café, a quedarte conversando diez minutos después del show con el pez inflable desinflándose en una esquina.
The Beths es una banda que convierte la vulnerabilidad en musculatura artística. Amistad antes que marca. Canciones que se atreven a decir “tengo miedo” con la frente en alto. Un método claro —trabajo, ensayo, arreglo— que deja espacio a lo inesperado. Influencias muchas, pero un filtro propio: melancolía luminosa, humor suave, ternura y una ética del cuidado que respira en cada track. Si su música conecta es porque no posa: confiesa. Y porque propone algo que nos sirve a todos los que tomamos notas en cuadernos o apps a las tres de la mañana: avanzar no siempre es ir más rápido ni ser más eficiente; a veces es sostener lo que amas, día a día, para que no se rompa. Ahí, exactamente ahí, The Beths suena más humana y más necesaria.