El colapso silencioso de la concentración
Sentarse a trabajar hoy se parece demasiado a entrar a una discoteca un viernes en la noche: luces parpadeando, notificaciones vibrando, pantallas compitiendo por la mirada. Se supone que la meta es simple: abrir un documento, escribir un correo, terminar un informe. Pero entre el ping de WhatsApp, el titular urgente de último minuto y el like inesperado en una foto de anoche, el hilo se corta en segundos. Y al intentar retomarlo, aparece otra distracción. Así se vive el colapso silencioso de la concentración.
No es paranoia ni debilidad personal. Es un diseño. Silicon Valley no nos llama clientes, sino “usuarios”. El lenguaje es claro: la lógica es la misma de las drogas. El producto no son las apps, el producto somos nosotros.
La ciencia detrás de la dispersión
Ya en los cincuenta, B. F. Skinner jugaba con ratas que apretaban botones a cambio de comida. El hallazgo fue brutal: si un estímulo ofrece recompensas intermitentes, el animal se obsesiona. El botón se transforma en ritual. Décadas más tarde, esos experimentos renacieron como corazoncitos rojos, pulgares azules y caritas llorando. Cada click es un pellet digital. Cada reacción, un golpe de dopamina.
Y si los likes fueron el anzuelo, la invención del scroll infinito fue la red completa. Aza Raskin lo creó como un gesto elegante de diseño, pero terminó reconociendo que había construido un monstruo. Hoy calcula que su invento prolonga en un 50% el tiempo que las personas pasan atrapadas en redes sociales. Medio día perdido, multiplicado por millones.
La gran aceleración
Robert Colvile acuñó el concepto “The Great Acceleration” para describir lo obvio: la velocidad de la información crece sin parar. En 1986 consumíamos el equivalente a 40 diarios al día. En 2004 ya eran 174. Hoy la cifra es incalculable. Nuestro cerebro, sin embargo, sigue siendo básicamente el mismo de hace 40.000 años. Hay un límite biológico: podemos leer más rápido, sí, pero no procesar más profundo. Resultado: saturación.
Un estudio del profesor Sune Lehmann lo evidenció. En 2013 un tema podía durar 17,5 horas en Twitter. Para 2016 el mismo tema sobrevivía apenas 11,6 horas. Todo caduca más rápido. El trending es una llamarada que muere en minutos. Y así nos acostumbramos a mirar, escanear, soltar y seguir. La atención se convierte en trending también.
El negocio del escándalo
Los algoritmos no privilegian lo noble, privilegian lo adictivo. La psicología lo explica: el sesgo de negatividad. Lo indignante, lo que provoca rabia o miedo, engancha más que lo sereno o esperanzador. Por eso Facebook, YouTube o TikTok empujan hacia el abismo del odio y la división. No porque odien: simplemente porque conviene al negocio.
Ejemplo brutal: Jair Bolsonaro en Brasil. Su campaña inundó las redes con fake news diseñadas para provocar miedo y rabia. Funcionó. El algoritmo no distingue entre verdad o mentira, sólo mide engagement. Y el miedo, ya sabemos, engancha.
Multitasking: la gran mentira
En paralelo, la cultura laboral celebra el multitasking como sinónimo de eficiencia. La verdad: no existe. Nuestro cerebro no es un procesador múltiple; lo que hacemos es saltar de tarea en tarea, pagando un “switch-cost” en cada salto. Un estudio de Hewlett Packard mostró que este costo puede equivaler a perder diez puntos de IQ temporalmente. Una estupidez voluntaria, disfrazada de productividad.
La salida es otra: monotasking y estados de flow. Mihaly Csikszentmihalyi lo llamó así. Ese trance en que uno pierde noción del tiempo porque la tarea es suficientemente desafiante y gratificante. Lo viven escaladores, programadores, pintores, músicos. Y cualquiera puede vivirlo, siempre que se atreva a apagar las notificaciones y concentrarse en una sola cosa. Difícil en un mundo que celebra la dispersión como virtud.
Resistencias y alternativas
No todo está perdido. Aza Raskin y Tristan Harris, ambos ex Silicon Valley, hoy predican la ética del diseño responsable. Imaginan plataformas que devuelvan control en vez de robarlo. Sin scroll infinito. Sin recompensas programadas. Con resúmenes diarios en vez de notificaciones constantes. Con metas personales integradas a la experiencia.
Algunas empresas han probado otro camino: acortar la jornada laboral. Perpetual Guardian en Nueva Zelanda redujo la semana a cuatro días. Toyota en Suecia probó con jornadas de seis horas. En ambos casos, más productividad, más satisfacción, menos distracción. Porque menos horas bien enfocadas valen más que jornadas interminables llenas de ruido.
En Francia, la legislación fue más radical: prohibió a las empresas exigir disponibilidad fuera del horario laboral. El burnout se reconoció como crisis de salud. Tal vez el futuro no sea más rápido, sino más lento.
Recuperar lo robado
El mensaje de Johann Hari es claro: no se trata de disciplina individual. No basta con apagar el celular un rato. El problema es sistémico. Vivimos en una economía que monetiza la distracción. Cada segundo de atención equivale a dinero para otro. La lucha, entonces, es política y cultural.
Pero también íntima. Cada vez que elegimos leer un libro en vez de abrir Instagram, cada vez que decidimos no contestar un mail fuera de horario, cada vez que apagamos las notificaciones, estamos practicando resistencia. Pequeños actos que, sumados, reconstruyen la capacidad de enfocar.
La atención es finita. Y lo que se juega no es sólo productividad o concentración. Lo que está en riesgo es nuestra posibilidad de pensar colectivamente, de atender los grandes problemas del planeta. Si la atención está secuestrada, la acción se disuelve. Recuperarla es, literalmente, una tarea de supervivencia.