Cuando lo mediocre gana la partida

Sony demostró que lo barato, feo y portátil podía derrotar a los gigantes.
Cuando lo mediocre gana la partida

La teoría que no muere

Las teorías de negocios envejecen rápido. Tanto, que la mayoría duran menos que una temporada de serie en streaming. Pero de vez en cuando aparece un concepto con más aguante. La idea de la “innovación disruptiva” es una de ellas.

No es algo nuevo. En los años 40, Joseph Schumpeter habló de “destrucción creativa”. La noción era clara: para que algo nuevo florezca, algo viejo tiene que desaparecer. Medio siglo después, Clayton Christensen agarró esa chispa, la sopló y la convirtió en incendio con su libro The Innovator’s Dilemma. Jobs, Bloomberg, Grove: todos lo leyeron y todos juraron que les cambió la forma de ver el futuro. Y tenían razón.

Hoy suena obvio: Uber rompió a los taxis, Amazon se comió las vitrinas, y cada startup sueña con hacer lo mismo con su propio mercado. Pero en los noventa, era un grito adelantado.

Sony contra los gigantes

El mejor ejemplo no parte con apps ni unicornios, sino con radios. Estados Unidos, años 50. Las salas de estar estaban dominadas por consolas enormes de RCA o Zenith: muebles pesados, sonido impecable, símbolo de estatus.

Entra Sony. Una pyme japonesa con menos de veinte empleados. Akio Morita, su presidente, viaja a Nueva York, negocia un acuerdo con AT&T y apuesta por una idea ridícula: radios de bolsillo. El resultado es pésimo: estáticos, fidelidad de terror. Los adultos con dinero jamás los comprarían. Pero los adolescentes, que no podían pagar una consola, sí.

La jugada resultó. Lo barato, lo portátil, lo imperfecto abrió un mercado nuevo. Y mientras Sony mejoraba, los gigantes seguían obsesionados con perfeccionar lo perfecto. Cuando quisieron reaccionar, ya era tarde.

Por qué las grandes pierden aunque tengan la tecnología

El mito es que las startups inventan todo. La realidad es más incómoda: muchas veces, las grandes compañías inventan y las pequeñas capitalizan. El primer prototipo de cámara digital salió de Kodak, no de un outsider. AT&T tenía los transistores que Sony usó.

El dilema está en la lógica corporativa. Los productos nuevos suelen ser inferiores. Las radios portátiles eran malas, las primeras cámaras de celular sacaban fotos horribles, los primeros Toyota parecían chatarras. ¿Qué gerente en su sano juicio invertiría en algo así cuando los clientes premium pedían más calidad y estaban dispuestos a pagar por ella?

Innovación de sostén vs. innovación disruptiva

Christensen marcó la diferencia. Está la innovación de sostén, la que pule lo que ya existe. Gillette es un ejemplo de manual: cada año una hoja más, un lubricante extra, un motorcito nuevo. Sí, mejoran, pero también se vuelven innecesariamente complejos y caros.

Y está la innovación disruptiva: simple, barata, a veces hasta fea. Un Dollar Shave Club que manda rasuradoras básicas a la casa. Una cámara de celular que cabe en el bolsillo. Una radio de bolsillo que cabe en una chaqueta.

Lo que parte como “producto menor” se convierte en estándar. Y ahí el incumbente queda atrapado: si ignora, muere; si entra tarde, llega derrotado.

El dilema del innovador

Invertir en cada idea absurda es suicidio. No hacerlo puede serlo igual. Ése es el dilema: las compañías grandes, racionales, con visión de corto plazo, terminan ciegas ante los mercados emergentes que parecen insignificantes. Pero esos mercados, con el tiempo, crecen, maduran y destruyen todo lo anterior.

Es la paradoja cruel de la disrupción: lo mediocre gana porque es útil. Y cuando el producto mejora lo suficiente para seducir a la élite, ya no hay vuelta atrás.

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